Tras cuatro horas de traqueteo de casi alta velocidad, alguna cabezada y 100 páginas del último de Javier Marías –hipnótico, brillante- Chamartín parece una batidora. Es curioso que desde que tengo hijos no puedo decir batidora sin acompañarla de la olla exprés, incluso chú, chú si estoy de humor.
Llego a Madrid con un colaborador necesario en la rehabilitación de un edificio en Gijón que tendrá su minuto de gloria en el Congreso de Edificios Inteligentes que se celebra en la ciudad. Pero eso será mañana y será otra historia, mucho más aburrida que las cañas, comida, museo, Edurne y cañas que nos esperan el resto del día de hoy.
Hemos puesto al Thyssen en el horizonte de la media tarde, por lo que el barrio de las Letras parece un buen lugar en el que avituallarse. En la calle Plaza de Jesús, cerca de la Basílica de Jesús de Medinaceli, encontramos remedio para la sed. La taberna La Dolores es uno de esos pocos sitios que han cumplido años sin convertirse en polvo y sin haber tenido que vender el alma al diablo para ello. Difícil tarea la de contar una historia desde 1908 sin perder el hilo ni aburrir. Hay dos barras a las que me encadenaría seis o siete meses, una es ésta, a fuerza de cañas y embutido, y otra es la del restaurante El Faro, en Cádiz: fino, “papas aliñás” y “arroz del señorito”.
El ánimo encendido y la charla desbocada nos encaminan al lugar que hemos elegido para comer, el restaurante Triciclo (Sta. María, 28), recogido y reconocido en numerosos blogs y publicaciones especializadas desde su inauguración en 2013. Muy merecidamente. Aunque fiel a mi cita con el ceño fruncido, mi hijo de tres años llama a las cejas “esos pelitos que sirven para enfadarse”, tengo que decir que no me gusta que me atiendan cinco camareros en un mismo servicio.
Mesa alta, caña y agua antes de abordar cuatro medias raciones y un postre compartido. Triciclo permite pedir media o un tercio de ración de casi todos sus platos. Gran acierto para los que preferimos calidad y variedad y no disponemos de estómago de oso. Decía Adriá no hace mucho que prefiere comer varios pequeños platos que gran cantidad de una sola cosa. Amén.
Ravioli de un cocido madrileño con su caldo y unas gotas de Jerez, otro día hablaremos de Jerez si la lagartija me lo permite; verduras aliñadas con emulsión de jamón ibérico, yema de huevo y Arbequina; ciervo marinado en bayas y hierbas de monte a la brasa con cremoso de coliflor y frutas al jengibre; y steak tartar con huevos y huevas. Rematamos con una macedonia regada con cóctel. Poco más de 30 euros cada uno. Si en aquel momento nos ponen una guitarra y un cajón, nos arrancamos.
Llegamos a la exposición monográfica que el Thyssen dedica a Munch aún con la sonrisa en la boca –cómo se parece la gastronomía al sexo. Dos horas más tarde y con el convencimiento de poder distinguir un Munch de un Velázquez, disfrutamos del Retiro en otoño, crujiente y húmedo, y ponemos rumbo a Gran Vía. Primark existe y la cola para entrar superaba a la del Prado. Me tomo un momento para llorar y sigo.
Visita a Mickey Mouse en Sol y sorpresa ante la Fnac de Callao. Edurne presentaba su libro “El cóctel de la felicidad” en una sala abarrotada de hombres. Esa chica tiene algo, pero no sabría decir qué.
El día se muere, pero antes nos acodamos en la barra de Bosco de lobos, restaurante en pleno barrio de Chueca (Hortaleza, 63), dentro de la sede del Colegio de Arquitectos de Madrid. Ambos espacios, espectaculares, merecen una visita. Algo más de cerveza de barril, alemana esta vez, y muchas palabras al aire sobre la Variante, la nueva gastronomía, el futuro de la construcción en España, lo bien que se tira en Madrid la cerveza, la angustia expresionista de Munch y el secreto de Edurne.
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